Primero, el hielo es una presencia inmensa. Es un cuerpo que lo ocupa todo, que se impone con su voz muda y azul. Uno llega y lo mira desde lejos, intentando abarcarlo con los ojos, como si pudiera captarse de una vez. El glaciar es el asombro inmediato.
Después pasa algo, entonces, el hielo deja de ser solo un bloque imponente y empieza a revelar sus formas secretas, a aparecer lo otro. Lo que no se ve desde lejos.
Pequeñas esculturas translúcidas flotan en el lago, capturando la luz como si fueran piedras preciosas de otro planeta. Un pedazo de hielo se apoya en la orilla, desgastado, redondo, casi humano. Una roca suspendida en su centro parece un ojo que mira. Las formas se multiplican: cúspides, grietas, bordes derretidos que inventan figuras.
Y uno entiende que el hielo también es eso: detalle, fragmento, precisión. Un mundo que se revela de a poco, si se está dispuesto a mirar más lento.
El glaciar sigue siendo enorme. Pero ahora también es eso otro.