Hay lugares que no están exactamente donde dice el mapa, sino un poco más al costado. En ese pliegue que se forma cuando el tiempo se dobla sin que uno lo note.
Punta Bandera es uno de esos lugares. Uno cree que va a un puerto, pero llega a otra cosa. Una especie de sala de espera para los glaciares, donde los catamaranes se preparan cada mañana, listos para zarpar cargados de turistas con la mirada todavía nueva.
Pero lo verdadero empieza cuando uno se distrae. Cuando los pies toman otro camino y aparecen, como en secreto, esos barcos antiguos que ya no navegan. Están quietos, como si alguien los hubiera guardado con cuidado después de muchos años de travesías.
Barcos oxidados con memoria.
Uno los observa y casi puede escuchar las voces antiguas, los idiomas mezclados, las risas que quedaron atrapadas en alguna cabina cerrada.
Un poco más allá, la pequeña iglesia amarilla. Silenciosa, modesta, como si no estuviera ahí para llamar la atención, sino para que quien la vea se detenga. Tiene algo de espera. Como si supiera que lo sagrado aún puede regresar.
Y todo el lugar parece intuir algo que uno todavía no comprende del todo. Que hay viajes que no comienzan cuando subimos a bordo, sino cuando empezamos a mirar distinto.